La luna ilumina el polvoriento camino. La brisa mece las ramas de los árboles que susurran canciones infinitas. Hace frío pero mi cuerpo prácticamente ya no lo nota, el frío ya no me afecta. Las hojas de árboles caducos empiezan a enterrarme, empiezan a amontonarse a mi alrededor, intento apartarlas pero mi cuerpo no responde. Quiero gritar pero mis cuerdas vocales se han cristalizado, se han endurecido, o al menos eso parece.
Hace ya dos días que sentí como mis patas quedaban abrazadas por un cepo oxidado y corrompido que algún cazador furtivo había puesto allí. Ya no siento el dolor de los dientes mordiendo mi piel, de hecho ya no siento de cintura para abajo.
El hambre empieza a aparecer, pero a pesar de tener hambre no quiero comer. Mi estómago está vacío pero siento que si como algo será peor.
Pasan las horas y mi cuerpo deja de ser algo servible, la oscuridad está acechando pero por ahora la he conseguido mantener a raya. Aunque sé que tarde o temprano mis fuerzas me abandonarán, y entonces la oscuridad atacará y vencerá.
Veo que el día ya despunta por el horizonte y la energía que debía mantenerme con vida empieza a escasear. “Vamos, tú puedes” me repito una y otra vez, pero cada vez suena menos convincente, ni yo mismo me lo creo, pero tengo que intentarlo. En algún momento algo o alguien me encontrarán y entonces curaré mis heridas.
Mientras pienso todo esto, una manta negra empieza a arroparme. El sol que ya andaba encima de mí se oscurece, la luz verdosa que se filtraba por la hojas de los árboles ya no calientan mi cuerpo. Las hojas secas que tenía a modo de suelo ya no están, o al menos yo ya no las siento.
Y entonces… ya no hay nada.
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