martes, 13 de julio de 2010

Un paseo por la arena


Caminaba sola, sin rumbo, la fina brisa procedente de la orilla del mar alborotaba su melena y al mismo tiempo acariciaba su rostro con dulzura. Su vestido fino de algodón bailaba en torno a su frágil figura mecido por el aire. Los últimos rayos del sol despuntaban por el horizonte marino, y dibujaban en el agua destellos de mil colores que hacían brillar hasta el más oscuro rincón del océano.
Andaba descalza por la fina arena sintiendo como a cada paso que daba se alejaba más y más de la civilización. Allí, dónde las luces de neón del paseo marítimo no contaminaba el oscuro cielo, las estrellas que ya empezaban a iluminar todo con su presencia, aparecían claras y se podían apreciar todas y cada una de ellas. Las constelaciones que adornaban el manto negro como si fueran dibujos hechos con velitas parecían tener vida, parecían moverse para poder bajarse de ese lugar tan alto y proteger a la joven que seguía alejándose de la vida ruidosa y artificial.
El sol ya se había escondido por completo para dejar paso a un disco blanco, casi perfecto que proyectaba sobre el mar una luz blanca que hacía titilar las mil lucecitas que habían aparecido en los ojos de la joven.
Llevaba horas andando cuando por fin decidió sentarse en la seca y cálida arena.
Su mente vagaba por cada ola que rompía en la cercana orilla, por cada barco que surcaba el lejano horizonte o por cada gaviota despistada que volaba buscando algún pescado igual de despistado que ella.
No pensaba en nada concreto, simplemente prestaba máxima atención a lo que la rodeaba, no tenía miedo, pero estaba sola, muy lejos de la gente y no tenía nada con lo que poder defenderse, más que miedo sentía respeto.
Estaba absorta en el rumbo de una pequeña barca pesquera que parecía no saber muy bien dónde estaba cuando de repente unas manos firmes, pero muy delicadas al mismo tiempo le cubrieron los ojos. No se movió, sabía que si esas manos querían hacerle algo por mucho que forcejeara no conseguiría nada.
Por el tacto de las manos y el tamaño pudo adivinar que eran manos de hombre. Aferraban su cara con firmeza, pero en ningún momento le produjo dolor. Lentamente la giró, sin descubrir los ojos, y ella empezó a notar un olor dulzón procedente del chico que la había sorprendido. No era pesando, al contrario, era muy agradable.
Cuando el chico quitó sus manos...
...todo acabó.

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