Aún desconozco si eso me benefició o me marcó más de lo que ya lo hizo un día. Creo que la desesperación del momento por no caer en los brazos del inoportuno Morfeo me hicieron llegar a la conclusión de que necesitaba una buena dosis de anfetaminas, algo que supiera que podía mantenerme despierta durante los 45 minutos que quedaban para salir de allí. A falta de cafeína o aire frío, ¿qué mejor anfeta que el dolor?
Sólo leer me sirvió para despertar la más vieja y dolorosa herida que recuerdo. Me remonté al 2009 buscando eso en frases que no terminé de comprender, sentimientos que no conocía, momentos que no recuerdo porque parece ser que no me fueron revelados. Acto seguido, el objeto de mi búsqueda cambió. Sabía lo que iba a encontrar, y lo peor de todo es que sabía lo que eso supondría, pero eso no paró mi búsqueda.
Conforme iba comprendiendo ciertas cosas a mi manera, el dolor se acrecentaba, por lo que mi soporífero estado iba desapareciendo. Bien, al menos estaba consiguiendo lo que quería. Pero en esos momentos había olvidado el por qué de aquella acción. Ahora sí estaba viendo eso. Ahora sí había llegado a la parte interesante, a la parte en la que todo comenzaban a salir. Borbotones. Chorros. Lava ardiendo. Ni el más frío y duro guijarro era inmune a eso. Por supuesto, un estúpido trozo de carne no iba a sobrevivir a aquel mar de fuego. Se derritió como si una llama hambrienta hubiera rozado una botella de plástico. La carne no prendió fuego, no dejó cenizas a su paso; por el contrario dejó un reguero de sangre, líquido que pronto retomaría su forma habitual.
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